Vivimos en una sociedad en la que sentimientos como la venganza son tabúes. En la medida en que moralmente están mal vistos. Cuando sabemos de alguien vengativo, solemos criticarlo, lo vemos con malos ojos y nos apartamos de esta persona, no sea nos salpique su mala sombra y de paso nos contagie algo de ese maligno sentimiento. Pero en la realidad de cada uno, ¿quién no ha sentido venganza alguna vez? Y si alguien cree que no, ¿no será que su alta moralidad se lo reprime y no le permite sentirla?
Todos sabemos de qué hablamos cuando digo venganza. Las ganas de devolver a la otra persona un daño que hemos recibido. Este daño puede ser un desaire, un desamor, una agresión en la forma que sea y por ello nos quedamos doloridos, enfadados, e incluso durante años apegados a lo que pasó convirtiendo el enfado en ira y rencor.
Existe la idea de que sentir venganza es ser mala persona y por ello uno se lo prohíbe o no se da el permiso para sentirla. Nada más fuera de la realidad. Este sentimiento es humano, y su negación no nos ayuda a humanizarnos, porque el daño está ahí, cociéndose en nuestras tripas y qué mejor que reconocerlo y sacarlo de ahí, como algún alimento que nos sentó mal y necesitamos de alguna manera sacarlo de nuestro cuerpo. Será por eso que me encantó y me lo pasé tan bien cuando fui a ver La modista. La película muestra muy bien cómo se produce un daño, y todas aquellas vivencias que le acompañan, la culpa, el dolor, el rencor, la necesidad de repararlo, el secreto y la mentira social que la mantiene, la amargura y con todo ello la necesidad de vengarse. Qué bueno que tengamos el arte, ya sea a través del cine, el teatro, la literatura o la pintura, entre otros, para reconducir este sentimiento tan humano, necesario e impepinable que nos permita sentir la venganza y así soltar la ira y quedarse en paz[/vc_column_text][/vc_column][/vc_row]
